Esta leyenda
colombiana es una de las más conocidas por su vinculación con la conquista
de América. Los conquistadores españoles buscaban un país legendario
famoso por sus incalculables riquezas (El Dorado). El origen de esta
creencia reside en la ceremonia de consagración de los nuevos Zipas.
En el hermoso
país de los Muiscas, hace mucho tiempo, todo estaba listo para un
acontecimiento: la coronación del nuevo Zipa, gobernador y cacique.
La laguna de
Guatavita, escenario natural y sagrado del acontecimiento lucía su superficie
tranquila y cristalina como una gigantesca esmeralda, engastada entre hermosos
cerros. Las laderas, con tupidos helechos, mostraban botones dorados de
chisacá, chusques trenzados como arcos triunfales, sietecueros y fragantes
moras. El digital, como un hermoso racimo de campanitas, matizaba de morado el
paisaje; el diente de león, cual frágil burbuja, arrojaba al viento
sus diminutos paracaídas para perpetuar el milagro de su conservación y los
abutilones de colores rojos y amarillos sumaban al concierto de belleza
natural, el diminuto y tornasolado colibrí, su comensal permanente.

Las mujeres
habían preparado con anticipación abundante comida a base de doradas mazorcas y
del vino extraído del fermento del maíz con el que festejaban todos los
acontecimientos principales de su vida. Todo sería transportado en vasijas de
diferentes formas y tamaños, elaboradas con paciencia y esmero por los
alfareros de Ráquira, Tinjacá, y Tocancipá y también en cestos de palma tejida.
Por fin, llegó
el gran día. El joven heredero acompañado de su séquito, compuesto por
sacerdotes, guerreros y nobleza, encabezaba la procesión. Sereno y majestuoso,
su cuerpo de armoniosas proporciones se mostraba fuerte para la guerra; su piel
color canela tenía una cierta palidez, resultado del riguroso ayuno que había
realizado para purificar su cuerpo y su alma y así implorar a los dioses
justicia, bondad y sabiduría para gobernar a su pueblo.
Marchaban al
son acompasado de los tambores, de los fotutos y de los caracoles. Lentamente,
se iban alejando de los cerros y del cercado de los Zipas, para aproximarse a
la espléndida laguna de Guatavita. Allí, con alegres cantos, la muchedumbre se
congregó para presenciar el magnífico espectáculo.
El sacerdote
del lugar, ataviado con sobrio ropaje y multicolores plumas, impuso silencio a
la población con un enérgico movimiento de sus brazos extendidos. De piel
cobriza y carnes magras por los prolongados ayunos, el sacerdote era temido y
reverenciado por el pueblo; era el mediador entre los hombres y sus dioses,
quien realizaba las ofrendas y rogativas y quien curaba los males del cuerpo
con sus rezos y la ayuda de plantas mágicas.
El futuro Zipa
fue despojado de las ropas y su cuerpo untado con trementina, sustancia
pegajosa, para que se fijara el oro en polvo con que lo recubrían
constantemente.
No se escuchaba
un solo sonido; era tal la solemnidad del momento, que sólo se oía el croar de
las ranas, animales sagrados para ellos, los gorjeos de los pájaros y el veloz
correr de los venados.

La balsa se
deslizó suavemente hacia el centro de la laguna. Fue allí cuando, después
de invocar a la diosa de las aguas y a los dioses protectores, el heredero
se zambulló en las profundidades; pasaron unos segundos en los que solamente se
veían los círculos del agua donde se había hundido; todo el pueblo contuvo la
respiración, el tiempo pareció detenerse; por fin, emergió triunfal y solemne
el nuevo monarca; el baño ritual lo consagraba como cacique.
Gritos de
júbilo y cantos acompañaron su aparición y uno a uno, los súbditos arrojaron
sus ofrendas a la laguna: figuras de oro, pulseras, coronas, collares,
alfileres, pectorales, vasijas huecas con formas humanas, llenas
de esmeraldas; cántaros y jarras de barro. El cacique, a su vez, junto con
su séquito, realizó abundantes ofrecimientos de los mismos materiales, pero en
mayor cantidad.
La balsa
retornó a la orilla en medio del clamor general. Tenían ahora un
nuevo cacique, quien debería gobernar según las sabias normas del legendario
antecesor y legislador Nemequene, basadas en el amor y la destreza en el
trabajo y las artesanías, en el valor y el honor durante la guerra; en la
honradez, la justicia y la disciplina.
Se iniciaron
competencias de juegos y carreras; el ganador era premiado con hermosas mantas.
Se cantó y se bailó durante tres días seguidos, que eran los
consagrados a la celebración. Los sones de los tambores y pitos retumbaban en
las montañas y centenares de indígenas seguían el ritmo en danzas tranquilas y
acompasadas, o frenéticas y alocadas.
Pasados
los días de los festejos, de la bebida y de la comida abundante,
retornó el pueblo a sus actividades cotidianas: los agricultores a continuar
vigilando y cuidando sus labranzas; los artesanos del oro, a las labores de
orfebrería; los alfareros, a la confección de ollas y vasijas, después
de buscar el barro adecuado en vetas especiales; otros a la explotación de
las minas de sal y de esmeraldas; y la mayoría al comercio, pues era ésta
su actividad principal. Las mujeres al cuidado de los hijos, a recoger la
cosecha, a cocinar, a hilar y a tejer.
Así, en este
orden y placidez transcurrirían los días, hasta que una guerra, una enfermedad
o la vejez, los privara de su monarca y fuera necesario realizar de nuevo la
ceremonia del Dorado para ungir un nuevo cacique. Este debería
continuar gobernando con prudencia y sabiduría al pueblo y su fértil y verde
país, rodeado de hermosa vegetación y de cristalinas corrientes de agua.
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